Cuarenta años no es nada para una civilización de cinco mil. Pero para mí sí se notan. El primer viaje a Egipto lo hice con 21 años, en 1985, por ganar un sorteo de la Comunidad de Madrid, ya ves. Un viajazo inolvidable por todo el país. Ahora, 2025, he vuelto allá por trabajo y me sorprendió lo que había cambiado y lo que no, en ese país tan espectacular. Rebusqué mis viejas fotos en papel del primer viaje para comparar y esto es lo que encontré…
El antiguo Egipto
La estatua de Ramsés II se vuelve a levantar. Así de espectacular está en el nuevo museo. Cuando yo la vi, estaba tumbada en el viejo museo.
En las pirámides de Giza cuarenta años no se notan mucho. Pero la cantidad de visitantes se nota bastante. En su momento, sólo los ricos (o los afortunados) viajaban.
Guerra
En 2025 la guerra-genocidio entre Israel y Hamás está aun sin terminar. En 1985 estaban recientes los acuerdos de Camp David con Israel (1978). Estos acuerdos de paz fueron la consecuencia de la victoria inicial en la guerra de «Octubre» o del «Yom Kipur». Para celebrar esta batalla, hay un un memorial patriótico con museo de armamento, tres salas de cine y un diorama gigante. Un lugar interesante de propaganda y orgullo patrio que «descubrí» por casualidad en este viaje.
Falta de democracia y yihadismo
Otra cosa que no ha cambiado: la falta de democracia. Entonces estaba Mubarak, que reemplazó a Sadat. Sadat fue un hábil manipulador y un gran general, que intentó modernizar económicamente a Egipto, llegó a la paz con Israel, sacó al pais de la influencia soviética y jugó a dos bandas con el islamismo radical. Eso le costó muy caro, a él y a toda la región, que se llenó de yihadistas. Esta es la tribuna donde Sadat fue asesinado durante el desfile de celebración del «paso» en la guerra de Octubre del 73.
Megalópolis
El Cairo es la tercera ciudad más grande de África y la capital del mundo árabe. Un monstruo de unos 22 millones de habitantes, en el que residen millones de refugiados en situación irregular. Cuando yo fui, tenía sólo unos 2 millones.
Pese a tanta gente, ¡me encontré de casualidad con mi sobrino!.
Algo que no cambia: la famosa y espectacular calle Al Muizz, de los monumentos fatimíes y los atascos bíblicos:
En la época greco-romana ya había rascacielos en El Cairo… y ahí siguen.
Las autopistasurbanas
Las nuevas autopistas arrasan los viejos barrios y conectan sin semáforos todas las ciudades de la megalópolis. Un eficaz sistema de transporte y también una pesadilla para los pobres ancianos que tienen que cruzar sin pasos de peatones.
Las autopistas de dos carriles ahora son de ocho por sentido. Pero bastantes coches siguen siendo de los ochenta y aun se ven carros con caballos.
La occidentalización del comercio
Los enormes Centros Comerciales, los polígonos industriales y los «lounge» están sustituyendo a los viejos bazares, a las calles de artesanos y a las encantadoras cafeterías tradicionales.
Viejas profesiones que han cambiado poco, de momento: el señor Omran, perfumista en Khan el Khalili. Y un planchador digital de aquella época.
Más cambios
Otro cambio muy significativo se aprecia en esta foto (además de mis arruguillas). ¿Qué es?
Finalmente, otras dos cosas que han cambiado. Ahora me ha parecido muy de guiri montar en camello y la que está detrás es otra…
El barco se hunde por la proa en el horizonte, su obra viva asoma en rojo de garanza oscuro. La chimenea muestra aun el estandarte de la compañía naviera Sáinz de Incháustegui. Las banderas de socorro avisan de vía de agua: azul con banda blanca y gallardete de franjas, blanca y bermellón. Pinceladas largas baten la cubierta y amenazan un grupo de personas en el inclinado puente de popa. El cielo gris marfil, blanco de plata y azul manganeso, difuminado con trementina, tiñe la espantosa galerna.
Un bosque de olas gruesas, desordenadas, de crestas peinadas y estiradas por ráfagas, agita la superficie con fuerza diez en la escala de Beaufort. Capas densas con blanco de titanio y grises azulados cubren la mar y apenas descubren notas de verde ultramar y azul de Prusia. El temporal es duro, invernal, con vientos de más de cien kilómetros por hora.
En primer plano, una lancha salvavidas de casco negro de Marte, resalta sobre el mar batido y se escora a babor por una ola tremenda. Navega en ceñida, con el foque limado por el viento. El agua espumada inunda su bañera y el blanco amarillento de la quilla sobresale, escapando del marco. Al timón, el primer oficial destaca con impermeable y gorro Remitger en amarillo de cromo. Detrás se apiñan unas siluetas, sólo esbozadas de negro transparente….
Los cuadros del naufragio siempre han estado en el paisaje familiar: en casa de mis abuelos, de mis padres y ahora en la mía. Nunca me había parado a observarlos detenidamente, tampoco sabía su historia: ¿dónde ocurrió?, ¿y el papel de mi abuelo?, ¿por qué se hundió?, ¿cuál era el nombre del barco?, ¿falleció alguien?…
Durante más de ochenta años no ha emergido esta historia. La nostalgia y el milagro de Internet han podido reconstruir esos momentos terribles.
El Delfina, un vapor carguero de tres mil toneladas de registro bruto construido en 1921, se dirigía en lastre al canal de Brístol para cargar carbón con destino a Italia. La tragedia sucedió en la madrugada del dieciséis de diciembre de 1928, en los arrecifes Skerries de la isla de Man, Inglaterra. Horacio Menchaca, mi abuelo, era el primer oficial y fue quien realizó la evacuación.
En el bote de salvamento sólo cabían diecisiete personas, el resto de la tripulación quedó a la espera del segundo viaje, mientras su nave se hundía por momentos. Los primeros tripulantes rescatados del Delfina arribaron al barco de auxilio, el vapor británico Huntsman. Para recoger al resto de compañeros, mi abuelo reclamó voluntarios, pero nadie se atrevió a volver, pues temían el hundimiento que atraparía con la succión a cualquier barco cercano.
En un impulso heroico y generoso, marineros ingleses le acompañaron en la arriesgada maniobra. La aproximación se realizó a sotavento por la aleta de estribor, a riesgo de astillarse contra el acero en cada ola. La lluvia racheada cegaba la vista. Frío, pánico, gritos de mando entre el rugir del oleaje. Uno a uno abandonan el buque agonizante, hasta que finalmente nadie queda a bordo. Regreso con velas a un largo y timón firme. La tensión descargó en abrazos, lloros, agradecimientos en inglés y risas aliviadas. Una última mirada desolada al Delfina, su lugar de alojamiento y trabajo. Días después llegaron a Bilbao y en unos meses mi abuelo fue ascendido a capitán, con sólo veinticinco años.
Pocas veces hablo de esto con mi madre, pues no puede evitar llorar de cariño y admiración. También recuerda la soledad de mi abuela, Felisa Garaizar, ante esa profesión maldita de su marido: « antes fregar suelos que marino», decía.
Mi abuelo, pintó cuatro versiones: la primera está firmada en 1928, el mismo año del hundimiento; la cuarta en 1980, siendo el último cuadro que pintó en su vida. Todos son similares en composición, aunque el estilo se va depurando en precisión de las pinceladas y profundidad del color. También aprovecha para corregir algunas erratas en las señales y perfilar mástiles y aparejos. Un detalle curioso, el pabellón marítimo rojo y gualda de popa desaparece en la última versión. No sé la razón, pues mi abuelo no fue nacionalista vasco, aunque mi abuela sí. Tampoco los ochenta en Bilbao, eran el mejor momento de pintar banderas españolas… Su figura autorretratada al timón del velero de salvamento, cada vez aparece más nítida a medida que la edad avanza. Puede que buscase reconocimiento y memoria ante las nuevas generaciones.
Los lienzos aumentan de tamaño con el tiempo, tal vez para compensar su pérdida de visión, facilitar la inmersión del espectador o, como él mismo decía socarrón: « porque me da la gana ». Además de estas marinas, compuso otras muchas de los grandes veleros que empezaban a desaparecer de los océanos, arrinconados por la máquina de vapor. Pero la única que repitió fue esta del naufragio, obsesionado por la terrible experiencia.
Las pinturas acompasaron una vida apasionante y dura, como sólo las generaciones anteriores pueden escribir: rico, pobre, grumete, capitán, empresario, vendedor ambulante, encarcelado, soltero, casado, padre, abuelo, vasco, madrileño. Al final, encontró descanso y recompensa de vuelta a su tierra en Mentxakena, donde construyó una casa frente al mar. Mi infancia le recuerda aún pintando, sin entender esa mirada de melancolía ante el ventanal.
Ahora, al descubrir que fue un héroe, siento más orgullo y curiosidad por mi abuelo Horacio. Desearía tener delante de nuevo esas arrugas talladas por la brisa salada desde joven y el ancla tatuada en el Cabo de Hornos. Escuchar sus singladuras por los siete mares, oler su copa de ron, consuelo de taberna triste de los puertos. Birmania, Bombay, Río de la Plata… Tantas historias exageradas y divertidas, en idiomas incomprensibles que nos dejaban con la boca abierta. De él recibí mi afición a la pintura, los viajes, las tabernas, los veleros y el punto de irresponsabilidad por el futuro que también desespera a mi mujer.
Firma del primer cuadro del naufragio
Foto de la prensa inglesa con la noticia del rescate. MI abuelo es el de la txapela
El último cuadro que pintó mi abuelo de su naufragioCarta que me envió mi abuelo cuando yo estaba en InglaterraEl barco, atrapado por el hielo en Rusia. En ese momento habían cambiado el nombre a Itxas-Gane porque el Gobierno vasco lo había incautado durante la Guerra Civil del 36-39. Después de la guerra, volvió a su propietario inicial y a su nombre.El DELFINA pertenecía a un tipo de barcos de transporte fabricados masivamente por EEUU durante la Primera Guerra mundial y luego vendidos al finalizar la guerra. Se llamaban barcos «Tramp» que iban haciendo cargas y descargas por el mundo.
Si no lo sabes, no te preocupes, yo estuve diecisite años sin saberlo. Si te interesa, te invito a conocer su curiosa historia ….
Mumbai, India, 2004
Un vendedor de chatarra expone en el suelo su mercancía: planchas de aluminio, tornillos, perfiles, trozos de bronce… algo del montón me llama la atención por su tono más oscuro anaranjado, parece antiguo por lo tosco e irregular. Sin duda es hierro forjado, muy pesado, con varias piezas encajadas y de una forma que no reconozco para nada. Intento preguntar al vendedor el uso de ese objeto extraño y sucio, pero es imposible entendernos. Decido comprarlo, pagando muchísimo más de lo que me pedía, para desconcierto total del chatarrero. Años después confirmaré que hice una buena compra.
Limpia y aceitada, la pieza se integró en un lugar destacado de mi pequeña colección de objetos de hierro antiguo.
Jerusalén 2019
La iglesia del Santo Sepulcro está a punto de cerrar. El portero árabe designado para evitar conflicto entre las ramas cristianas, viene con una extraña llave. De pronto observo los candados, ¡son como el objeto que compré en India!. Incluso parecen más modernos.
Puerta del Santo Sepulcro de JerusalénCandados en la puerta de la iglesia del Santo Sepulcro. Al lado, los porteros árabes.
Entendí cómo se colocaban, uniendo argollas de diferentes puertas. Al menos ya sabía que era un candado, pero ni sabía abrirlo ni tenía ni idea de su antiguedad. Aún deberían pasar más años…
Madrid 2020
Comido por la curiosidad, urgaba a menudo en la piezas del candado, que oscilaban algo, pero estaban agarrotadas y temía romperlas. Tras varios meses de intentos, un poco de aceite, paciencia y maña y ¡consigo quitar la primera tapa!:
La tapa de la cerradura tiene un cuadradillo, posiblemente la primera medida de seguridad pues necesitarían una dimensión bastante ajustada para girarlo. Hoy en día con una llaves inglesa sería inmediato.
La tapa se ajusta por un tornillo a la pieza principal. Al retirarse, deja al descubierto un agujero estrecho por el que era imposible ver nada. No tenía ni idea de cómo seguir y lo dejé. Aún necesité varios meses de darle a la cabeza…
Madrid, 2021
Nuevo intento de abrir el candado.
Observo el extremo contrario a la tapa del cuadradillo que había conseguido quitar. Es otra tapa, unida a una pieza, que desliza sobre el gancho que se pone entre las argollas. Realmente es la parte que completa el candado. Parece que tiene una muesca en diagonal, ¿será un tornillo? ¿cómo hacer que gire si está metido en el gancho?. Recordando mis chapucillas de mecánico malo de moto, meto un destornillador por el otro extremo y noto una pieza que oscila. Pruebo a girarla contra la pared interior y observo un leve movimento en el extremo contrario, ¡lo tengo! dentro del candado hay una tuerca «loca» que va liberando el tornillo. Poco a poco, rozando con las paredes interiores voy abriendo el tornillo hasta que sale del todo. ¡lo conseguí!
Hoy puede parecer muy burdo, pero en aquella época y hasta el siglo XIX, tornillo y tuerca se fabricaban por separado y de forma artesanal. No había medidas normalizadas ni tornos de precisión. Por tanto, ajustar un tornillo en una tuerca era todo un arte.
Todas las piezas desarmadasAsí es como funciona. Luego habría que meter la llave por la derecha y girar para que entrase el tornillo hasta dentro.
¿Cuánto es de antiguo y por qué un diseño de India llegó hasta Jerusalen?
Aquí ya empiezo a perderme, encuento en la Red algunos diseños y venta de antigüedades similares del siglo XVII. No está mal, pero esperaba algo más antiguo tratándose de Jerusalén. De todos modos, esta iglesia tuvo muchas reformas desde su oríginal del siglo IV. Es fácil encontrar referencias, pero recomiendo esta que menciona a los porteros árabes encargados de la custodia desde ¡1192 !. ¿Podría entonces ser el candado del siglo XII? Podría ser, en aquellos tiempos la obsolescencia programada aún no se había inventado, los diseños se repetían y las cosas se fabricaban para toda la vida.
Lo más antiguo que encuentro es el diseño romano que incluyo más abajo. Como ambos imperios tuvieron intercambio, no sé quién lo inventó primero. O si fue una tercera cultura pues los cierres debieron inventarse al mismo tiempo que la propiedad privada.
Modelos de candados romanos. Tomado de: http://arcana-mundi.blogspot.com/2012/10/curiosidades-del-mundo-antiguo-candados.htmlCandado siglo XVI, modelo evolucionado, pero concepto similar.
No puedo resistir consultar en Internet cuánto podría valer mi candado, no para venderlo, sino por la cultura inculcada de valorar -en parte- las cosas por su precio. Total, podría costar unos 200 €, pobre chatarrero indio, no sabía lo que vendía… ni yo lo que compraba.
Llave del candado de la puerta de la Iglesia del Santo Sepulcro, en Jerusalén.
2024
Me encuentro en linkedin un reportaje sobre custodia de la llave de la cerradura de la Iglesia del Santo Sepulcro. Aparte de la sorprendente historia, se ve cómo se abre y cierra la cerrradura : https://www.youtube.com/watch?v=PrsqNJIRGPU
2025
Me vuelvo a topar con este asunto en Linkedin:
«Adeeb Joudeh, whose ancestors were entrusted with the iron key by Saladin in 1187, arrives at the church. He places the ancient key into the palms of Wajeeh Nusseibeh, whose family has performed this ritual since 637 CE—when Islam’s Caliph Umar first vowed to protect Jerusalem’s Christians.»
This ritual began when Caliph Umar, conqueror of Jerusalem, refused to pray inside the Holy Sepulchre in 637 CE, fearing Muslims would claim it as their own. Instead, he appointed the Nusseibehs as eternal guardians. Centuries later, Saladin added the Joudehs, to end the rivalries among Christian denominations vying for control of the church
El que lee mucho y anda mucho, ve mucho y sabe mucho. Atribuido a Miguel de Cervantes.
Ponsetias blancas al anochecer en Luang Prabang, sudores espesos en los trenes repletos en Mumbai, confusión de sabores en los mercados de Amazonas, viento áspero de Ouarzazate, aroma del café tostado en el comal del ranchito de Don José…
Viajar a lugares donde parece que todo falta, invita a ser feliz con lo pequeño. Comer pescado con los dedos en el techo de la panga a las islas Mancarrón, refrescarse con un vaso de jugo de caña regalado en la selva asfixiante, acariciarse con las ramas en el techo de un viejo “IFA”, camino de Bosawás.
He sufrido por tantas cosas que no hubiera querido ver, pero que ahora no debo olvidar: los niños con trabajo y sin colegio, como Eduardo, condenado a una vida de miseria y como Fausto, el pequeño vendedor analfabeto de Bocay. Por los chigüines de Marabamba Alto, a tres horas a pié de su escuelita y por Yakson, peón de finca de Yalí abandonado por sus padres.
Costaría no aprender en este mundo del interminable dolor de la guerra, en los relatos pausados, crudos, del guerrillero de Somoto, en las fechas iguales en los cementerios urbanos de Mostar y en las piernas infantiles amputadas por minas en Ankhor. ¿Quién podría no emocionarse ante los mares de tumbas blancas de Normandía, ni llorar en el campo de exterminio de Bergen Belsen?.
Las chicas fresa de las orillas del Coco me llenaron de tristeza en su escuela inconsciente de prostitución. Ancianas encorvadas de cargas de leña en El Atlas, plantadoras de arroz con los hijos a cuestas en Muang Khong, niñas lavando en el río contaminados de Pune. Siempre, donde vayas, encuentras mujeres sufriendo de explotación.
Ninguna sociedad es justa, pero es más fácil indignarse en los países del Sur. En la chocita de entramado del campesino de Cayuga, que ni cantar podía por el hambre de sus hijos. Sentí culpa con el campesino quekchí que no podía creer que se coleccionaran objetos. Fuera de mi burbuja, me espanté ante la falta de los derechos más básicos.
Y también encontré esperanza y alegría: en las piernas ortopédicas que rehacen vidas, en el bosque tropical recuperado de San Juan del Sur, en los niños impecables y sonrientes del primer día de cole en Lagunas, en las viviendas dignas de La Concordia, en los niños que juegan y ríen en las calles. Con los empobrecidos, aprendí a celebrar cada breve momento de alegría: felicitaciones con mañanitas, fiestas de cosecha, enfermedades curadas en el nuevo hospital, carta del hijo emigrado, una carretera abierta, la hija egresada de la Universidad.
Me gradué en hospitalidad en la parroquia del Padre Charles, en Bab el Oued y en casa del campesino que nos acogió en aquel pueblito cerca de Orán. En la invitación a dátiles, pan y aceite en el palmeral de Marrakech. En muchos lugares me han hecho sentir como en mi hogar.
Recibí inspiración de la vocación de los maestros rurales en Ayapal, del espíritu de paz en la casa de Gandhi en Mumbai, de la solidaridad de don Beto, picador de la Bananera de Cayuga, donando parte de su mísero salario. El compromiso y la entrega me lo enseñaron tanto las monjas de Entrerríos, como los viejos militantes del museo anti guerra de Berlín. De los cooperantes que hipotecan carrera, salud y familia, se aprende del deseo de cambiar el mundo. Las mujeres dalit de Mumbai, enseñan con sus marchas la lucha por la dignidad. Y la tenacidad, de Korak, el ingeniero que aprendió a leer – a falta de escuela-, en las botellas de ron de su abuelo.
Fuera de nuestra historia, aprendemos a escuchar otras voces. El relato crítico sobre Lawrence de Arabia del guía del desierto de Wadi Rum, la opinión sobre los cruzados en un café de Estambul, la visión de los estudiantes mejicanos sobre la Conquista, el menaje fundido por los bombardeos aliados en Dresde o las pintadas contra las trasnacionales en las calles de Lima.
El católico padre Charles, los evangélicos de Bocay, los monjes budistas de Luang Prabang, los fieles hindúes, jainistas y zoroastristas de Mumbai, los musulmanes de Argel, los ateos y agnósticos de cualquier lugar, todos pueden buscar la paz.
Sentir con otras personas lejanas me concedió la ciudanía del mundo.
Por la tristeza incomprensible del asesinato del padre Charles y de los campesinos argelinos masacrados por el GIA, de la bomba en los mismos trenes en los que viajé apretujado en Mumbai y del canal que destrozará el paraíso que conocí en la reserva indo Maíz. Y por lástima de las gentes que vivían orgullosas de los visitantes, en lugares a los que ya no podrán viajar mis hijos. Y por las cosechas arruinadas por huracanes o plagas en Bocay. Me duelen aún más los atentados de cada ciudad que he visitado. Siento como propias sus tristezas y también sus alegrías, sus lentos avances en derechos y en desarrollo humano.
El mapa de mi país no lo define una bandera, ni una frontera de metal, sino cada lugar que aprecio. Mi cultura es cualquier cosa que me emocione y me ayude a vivir: las montañas esculpidas de Ellora, las colecciones de pintura Europea, los templos inimaginables de Angkor, los colores de los palafitos del barrio de Belén de Iquitos, el artesano con tierra de colores de Amman. La literatura leída en su lugar: Alcarria, Managua o el Mekong, el mensaje de la música en el Usha Usha de Cajamarca, los cantautores de Edimburgo, un concierto de violín en Bolonia…
Viajar, sobre todo, enseña de nosotros mismos, de nuestras necesidades, de los límites en la tolerancia y la resistencia física. Alejarse ayuda a apreciar lo que se tiene y evidencia todo lo que nos queda por aprender, no puedo imaginar mejor escuela.